Lo que se siente sentada en una moto detrás de un conductor de mototaxis no eran sino mis propias manos agarrando la espalda de un desconocido, la osadía de su cuerpo y sus músculos en tensión. Esos dos cuerpos, tozudamente obligados a rozarse encima de una máquina en movimiento, pasaban de ser el del motorista y su pasajera a entremezclarse en un alud de atracciones atolondradas e inoportunas, súbitas y bruscas, como los que provocaban los baches que desplazaban mi cuerpo unos milímetros hacía atrás y los frenazos que me exigían volver a unirme en una intimidad inevitable. Una pelea entre cuerpos, deseo, libertad y la paradoja del riesgo físico compartido. En ese momento, mientras el aire golpeaba mi cabello suelto sin casco y mis ojos se cerraban por el polvo levantado, sólo podía agachar la cabeza hacía los hombros del motorista y sentir su olor y su juventud, que se sentía irresponsable, irreflexiva, firme y valiente.
